El Impresionismo, un renacer
Entre los artistas célebres por su uso del pastel, se incluye a menudo a los impresionistas. Este material cómodo, que permite un trabajo rápido y al aire libre, es del todo compatible con su estética. Sin embargo, los impresionistas mas apasionados del pastel tienen una verdadera predilección por la representación de la figura humana.
Ocurre con un artista que mantiene una relación tangencial con esta tendencia: Giuseppe De Nittis, cuyas elegantes escenas bañadas por la luz de un jardín soleado o bajo el cielo gris de un parquet otoñal cosechan gran éxito y arramblan con todos los honores ante las narices de sus amigos impresionistas.
Edgar Dégas también explora la vida moderna (escenas de café-teatro, ballets en la Opera, planchadoras, etc…) pero sin conocer el mismo éxito.
Herido en lo mas vivo responderá a su colega italiano, ya fallecido, con su famosa serie de desnudos femeninos, cuya trivialidad se opone a la apuesta por la elegancia que otorgó tanto éxito a De Nittis. Esta utilización del pastel es mucho mas transgresora e ilustra a la perfección el famoso adagio de Dégas: “La gracia está en lo común”.
Toma alguna vez los pasteles para ejecutar con mano ágil efigies cargadas de encanto. Renoir, cuya pasion por el siglo XVIII es notoria, reencuentra con este medio la alegría de sus ilustres precursores, que, al igual que él, manejaban los pasteles con aparente desenvoltura.
El Siglo XX: Del símbolo al gesto.
La aplicación del pastel en los inicios del siglo XX no puede entenderse sin el magisterio de Odilon Redon ni sin esa espiritualidad difusa del tardosimblismo de la que surge parte del lenguaje de las vanguardias: Joseph stella, el primer Theo van Doesburg, Otto Freundlich o Joaquim Mir muestran cómo el lenguaje transnacional del fin de siglo se asienta en el pastel y anuncia la abstracción.
Estos creadores se distancian del debate sobre la jerarquía de las técnicas: el pastel no está revestido de mayor ni menor nobleza, sencillamente facilita la enunciación de un mensaje determinado.
Ese es el sentido que cobra en las obras del Pablo Picasso clásico, como Estudio de manos, o el de Pablo Gargallo, en La segadora, donde apoya las texturas dérmicas y aporta una dulzura y una riqueza cromática recuperadas tras el cubismo.
De manera desprejuiciada, también Joan Miró recurre al pastel: décadas después de la juvenil Bosque de Bellver, regresa al medio en el capítulo fundamental de las pinturas salvajes de 1934 , contraimagen de los retratos elegantes al pastel del siglo anterior.
Mientras que compañeros de filas, como Roberto Matta o André Masson, recuerdan que el surrealismo encontró en el pastel uno de los modos de traspasar a la pintura la relación entre mano y lápiz propia de la escritura automática.
Un vínculo que tiene su acento final en Hans Hartung, que reactiva el pastel como pintura donde la grafía personal, ensayada previamente, revierte la idea de automatismo mediante un ejercicio ritual de repetición. Hartung ejemplifica así cómo los artistas del siglo XX tocaron el color con gestos de la mano iconoclastas y múltiples hasta conseguir expandir las fronteras del pastel, liberado ya de prejuicios, emancipando de su propia historia.